Un punto negro

Cuando terminé de ajustar el telescopio me mortificó la sensación de que ocurriría eso, lo que tanto había esperado. La certeza de su instantaneidad me perturbaba. Imaginé que al terminar el tránsito todo mi esfuerzo perdería sentido, convirtiéndose en una anécdota estéril para quienes no sentían la presencia que nos tentaba a través del vacío.
Pegué el ojo al lente del telescopio y esperé.
El sol parecía intocable, ardiente y lejano, acentuando su indiferente reinado sobre el mundo.
Venus se destacó anteponiendo su cuerpo a la luz como un punto apenas visible, un lunar sobre la superficie brillante.
Con cristales oscurecidos admirábamos su danza, a través de la dorada red del Sol. Quizá Venus creyó que robando nuestra luz recuperaría su sensualidad, olvidada tras un siglo de ausencia.
Se ocultó tras la túnica nubosa que protege su desnudez, convencida de que insinuándose podría alcanzar esa vida que la observaba desde la Tierra.
Yo la deseé, como Marte y tantos otros, imaginando su porte divino. Mortales e inmortales fuimos inflamados por las promesas de un mito que se borra lentamente.
Cuando terminó el encanto, Venus cayó del disco brillante perdiéndose en la negrura. Continuó su órbita silenciosa y oscura entregada al aburrimiento de la nada, esperando que en poco más de cien años la fértil mirada de millones vuelva a encender su eterno sueño de maternidad. Para Venus, ese imposible es motivo suficiente para soñar.
Desarmé lentamente el telescopio pensando cómo le daría interés a una anécdota astronómica. Mientras caminaba hacia el auto se me ocurrió hablar del vacío, negro como el olvido; la distancia inabarcable, y la seductora presencia de la Diosa del Amor.
Ése imposible sería mi motivo para soñar.