La hembra

Los abuelos dicen que la profecía se cumple cuando nacen los hijos de sus nietos. Y dicen también que los sabios predicen la fecha propicia en las tripas de una oveja de piel negra.
Todo comienza una noche, cuando desaparecen los jóvenes que aún no son hombres. Nunca se los vuelve a ver. Al amanecer el anciano sabio baja de la montaña y ordena que las vírgenes suban con él para revivir el amor de Padre Fulgor y Diosa Hembra.
—Es tiempo de encarnaciones, pequeña.
Mi hermano mayor estaba convencido de que la profecía se cumpliría en nosotros. Padre también lo creía y se esforzaba en no depender de mi hermano en las labores del campo, resignándose a perderlo a manos de los dioses. Madre nos reconfortaba diciendo que éramos sus hijos más hermosos y que sería un orgullo que nuestra sangre diese fertilidad al pueblo. Pero yo tenía miedo, y por las noches apretaba ojos y dientes suplicando que por la mañana mi hermano siguiese en su catre, respirando pesadamente, como todos los días, para siempre.
—Llegará el día de las separaciones, pequeña. Nunca olvides cuanto te amo. Sé que serás la madre perfecta, la Diosa hembra.
Al oír las palabras de mi hermano me ganaban las lágrimas, como desborda el río, en verano, cuando las montañas se sacuden la nieve. Al despertar corría a verlo con el corazón apretándome el pecho. El nada sabía de miedos, se levantaba tarde y partía hacia la montaña a reunirse con los sabios. A veces pasaban días sin que volviese a casa. Entonces me escondía a llorar su regreso, pidiéndole a Padre Fulgor que la vida de mi hermano durase más veranos.
Bajaba contento, anunciando que las observaciones eran propicias. Se lo veía cada día más alegre y comentaba en voz alta lo maravilloso que imaginaba ser uno de los sacrificados para la encarnación. Madre le rogaba que no hablase del tema, pero él insistía hasta que una noche, al escuchar mi llanto y el de Madre, Padre se entristeció también, obligándolo al silencio. Esa noche mi hermano durmió fuera de la casa.
Padre sabía que el trabajo en los campos resultaba inútil, la ausencia de agua y el enojo de los dioses resecaban el maíz. El hambre, sombra de muerte, llegó anunciando peores sufrimientos. El pueblo sentía temor y se culpaba por no haber atendido el culto a Padre Fulgor que, ardiendo entre las nubes, consumía nuestros alimentos. El nerviosismo de los ancianos y los jefes aumentaba, algunos hablaban de nuevos sacrificios, otros de guerra y unos pocos predicaban la paciencia.
Un día mi hermano llegó a casa muy temprano, nervioso, tenía los ojos opacos. Luego de comer lo poco que ofrecía nuestra mesa me abrazó. Canturreó algo y, antes de que nos acostáramos, me dijo:
—El día está cerca pequeña, no olvides mi amor.
Nunca volví a verlo. Recuerdo que esa mañana fui hasta su catre y lo descubrí vacío. Al principio me sentí caer, como una piedra rodando hacia un barranco por el borde de un monte. Los ojos me ardieron y en el pecho sentí una puntada. Corrí a contarle a Madre pero no hubo nada que explicar, cuando la encontré lloraba junto a la casa, arrodillada en la tierra, suplicando que Diosa Hembra le devolviese a su hijo.
El anciano llegó más tarde y nos buscó casa por casa. Conociendo mis miedos Madre, entre lágrimas y abrazos, me tranquilizó diciéndome que mi entrega sería un honor para la familia. La escalada nos llevó muchas horas, esforzándonos entre pedruscos y senderos olvidados. Estando muy alto vimos asomarse los primeros rayos de luz entre las cumbres más lejanas. Sólo las cabras y los cóndores acompañaban nuestra marcha.
Llegamos a un círculo de piedras que me recordó el altar sagrado del pueblo, entonces el anciano nos entregó un cristal negro pulido a cada una, aclarando que, con ellos, debíamos mirar al Sol cuando él lo indicase. Nos reunió a su alrededor y nos ordenó entonar un viejo ritual que recordé de labios de mi abuela. Así esperaríamos, según él, que la profecía tomase cuerpo.
Los abuelos agradecen el sacrificio de los jóvenes desaparecidos porque fertiliza el vientre de las vírgenes. Dicen también que la Diosa Hembra se acomoda sobre Padre Fulgor y, a través de su cuerpo, impregna semillas de fuego en cada niña, para que sus hijos nazcan hermosos y valientes.
Recuerdo que observé fijamente mis pies, no sé cuanto tiempo, hasta que el anciano nos ordenó mirar el cielo. Fui la primera en verla, un pequeño punto negro en la luz, como un lunar. Alcé una mano para señalarla y las demás también gritaron.
Reí, nerviosa, mientras intentaba seguir la danza de la Diosa Hembra. Creo que lloraba.
El sacerdote abrió los brazos y ordenó que nos desnudáramos, y eso ya no lo recuerdo. Sé que me envolvió el aliento de la montaña y me fui perdiendo en el disco brillante, mientras la voz del anciano canturreaba una melodía que le quitaba sentido a las palabras. Como si la historia de nuestro pueblo, con su peso, velase la vida que habíamos soñado antes de aquel día. El anciano decía que pertenecíamos a la tierra y a nuestros antepasados, decía que debíamos obedecer los deseos de los dioses, honrándolos con nuestra entrega.
Hubo un instante en que, junto a mí, ocurrió una batalla. Vi cuerpos enfrentados, tratando de matarse desesperadamente. Primero una pareja y luego muchas más. Algo me golpeó, apretándome las muñecas. Supe que eran manos, afiladas como las garras de un jaguar. Intenté zafarme pero no pude, eran demasiado fuertes para mí. El punto negro se agrandó tanto sobre Padre Fulgor que adelantó la noche. Ya no vi nada, ni siquiera estrellas. El anciano gritó algo con voz seca; invocadas por el sabio, las manos invisibles me recorrieron, estremeciéndome la piel. Primero fue el aliento caliente, después esa pesadez, aplastándome. Luego el ardor en mis muslos. Hubo una voz, dulce y tranquilizadora, que declaró amor eterno. Creí que moriría y abandoné toda resistencia. Entonces las garras recuperaron la dulzura volviéndose manos otra vez. Y hubo más calor y más ahogo, pero sin brutalidad; el dolor me desgarró el vientre, arrancándome de mí misma al ritmo de una respiración que no me pertenecía. Recuerdo los jadeos, las ganas de suplicar a las que mi garganta no prestó su voz. Recuerdo el ardor subiéndome por el cuerpo, y luego nada, sólo el punto negro ensombreciendo el mundo, enmudeciendo el viento.
Desperté desnuda. Recuerdo el frío y la dureza del pedregullo. Era de noche y el anciano seguía canturreando, su voz sonaba a súplica. Intenté pararme pero el dolor sólo me permitió un quejido. El anciano lo oyó y se acercó rápidamente. Mientras me confortaba traté de explicarle pero no quiso escuchar y apoyó un dedo sobre mis labios:
—Calla, no te esfuerces. Niña, la profecía se ha cumplido en algunas de ustedes.
Sonreí, sabiendo que en mi vientre llevaba una semilla de la Diosa Hembra y, a pesar del dolor, estuve segura de que siempre guardaría el recuerdo de esas tibias manos que aquella vez, como nunca, me incendiaron la piel.

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