La plaza

Viéndola lejana en el recuerdo parece una extensión de diversión y aprendizaje. Un parque iluminado por faroles en burbujas de plástico, sueños infantiles de ciudades sumergidas, Atlántidas de la niñez. Un playón infestado de entelequias que desafiaban el ocio de las tardes sin deberes. Tierras de pelota, de raspón en la rodilla, donde la amistad acompañaba llantos y sonrisas. Sobre esas baldosas, generaciones de tizas nos guiaron hacia el cielo.
Hoy descanso sobre un banco en el que alguien recibió su primer beso. Del tobogán que me enseñó a sentir vértigo sólo quedan tablones rotos. Miro a mi alrededor y recuerdo las carreras de la mancha y al desaparecido árbol de la escondida.

Es hora de la pesada soledad de la tarde. Hace un rato una lluvia veraniega visitó la plaza, encharcando las baldosas flojas. No hay nadie en la calle excepto unos niños sin remera; para ellos hasta el calor es propicio para travesuras.

Vuelven las imágenes: los amigos, la patineta, el fútbol, la rayuela, las chicas, crecer sin entender la razón, las caricias de la primera novia. El pasado se asoma como queriendo entrar a los empujones en el ahora. Sonrío desde las sombras, por eso nadie advierte mi sonrisa. Soy un niño viejo al que nadie reconoce. Esta antes fue mi plaza, nuestra plaza. Sin embargo otra tribu de infantes nos ha derrocado, escribiendo sus nombres sobre los nuestros, dejando pedazos de piel al caerse en las baldosas. Algo aún perdura, pienso, y me señalo la sien:

—Aquí.

Vengo a la plaza cuando necesito la frescura que resiste en la memoria de mi niñez, aunque hoy la sensación sea diferente porque la realidad me ha desbordado.

Los niños sin remera me observan, curiosos. No escucharon lo que dije, no comprenden de nostalgias. Se miran entre ellos con la complicidad pícara de la infancia; gracias a ella uno aprende a ser feliz y, más tarde, a valorar la felicidad.

Una mujer y su hijo cruzan los canteros que bordean la plaza. Más allá de esos límites está el mundo de los adultos, dentro de este diminuto país subsisten el juego y la inocencia.

Reconozco a la mujer y evoco un viejo noviazgo. Ella no puede reconocerme en la distancia. ¿Cómo podría? Soy casi un aparecido, y tanta nostalgia me ha vuelto olvidable, imperceptible. El rostro resulta idéntico al que vive en mi memoria, la misma dulzura en la voz, los movimientos delicados.

—Hola, tanto tiempo…

Me mira confundida. Puedo adivinar las preguntas en su rostro: ¿Quién es este hombre? ¿Qué busca? Poco a poco se descorre la cortina del tiempo y aflora la imagen de un juego, las tardes de chocolatada y galletitas en mi casa, los bailes del colegio. La sonrisa va ganando su rostro. Ahora recuerda, lo sé.

—Tanto tiempo…

Hablamos de su vida, de las vidas de otras personas que conocimos en el césped de esta plaza. Poco sé de nada; me he convertido en una sombra de mi barrio. Me alejé sin dar siquiera un paso, encerrándome dentro de una imitación de vida. La soledad me convenció diciéndome que era necesario huir para conservar ese intento fallido al que llamé vivir.

Pregunta por mí, por mis cosas. Y aunque tengo mucho para decir, insisto con los sueños.

—¿Te acordás...?

Sé que estoy escapándome por última vez y por eso busco recuerdos lejanos, perdidos en los bordes de mi memoria: instantes de carnaval, de bombitas y baldazos; el frío de esa mañana junto al árbol en que escribimos nuestros nombres dentro de un corazón. Y río sabiendo que jamás compartirá mi necedad infantil, prefiero ser un niño emocionado con la madurez que un adulto desilusionado.

Las anécdotas se suceden; ella las ha olvidado. ¿De qué sirven los recuerdos que ya no causan risas? Yo memoricé aquellas historias en un intento por eludir al mundo contemporáneo. Pero no alcanzó. Entonces busqué otros caminos hasta que, derrotado mil veces, llegué a la pensión dónde lentamente me libero de esta angustia.

La descubro incómoda, sus ojos fijos en los míos. El hijo sonríe divertido por mi vocabulario de hombre que habla como niño. Pero ella no entiende; sus facciones se endurecen con cada palabra. Pregunta:

—¿De qué trabajás?

Adiós a la magia, pienso. Contesto lo esperado; tengo un trabajo decente y estudio una carrera que nunca terminaré.

De mi escritura no pienso hablarle, sería inútil. Cuando alguien expone su alma el mundo se horroriza. ¿Se pretende obtener la salvación a través de unos garabatos?

Para evitar el gris de lo cotidiano, de las charlas como ésta, tengo esta plaza. El nexo con mi niñez no yace en las ruinas de sus juegos, el pasto amarillento o sus árboles torcidos. El nexo es la imaginación de aquel niño que quería ser hombre y de este hombre que muere para volver a ser el héroe de su infancia.

Me habla de su marido, de la bonanza material. La conversación ha dejado de interesarme y me aíslo de su verborragia. Me queda tiempo para un último juego y no quiero desperdiciarlo en banalidades.

Desde el silencio, que evoca el baño de la pensión, sueño con tribus de niños batallando guerras de trapo y hojas de gomero.

Ella comenta la compra de un auto, una casa, e innumerables porciones de materia. La gente se enorgullece tanto de las cosas que compra, usa y desgasta a lo largo de su vida.

Me pongo de pie y camino un poco, sonriente. Me detengo sobre el arenero, hoy ennegrecido por el desinterés. Recuerdo el brillo dorado que le daba mi niñez, recuerdo una imagen nítida: bolas de arena arrojadas con una puntería demoníaca. Ella sigue hablando, pero me aburre y mis ojos vuelven a la arena sucia. Me agacho para llenarme un puño, amaso su humedad. Escucho su voz, monocorde, hablando de un perro, en ese momento la arena alcanza la consistencia exacta y me distraigo dándole una forma esférica.

El hijo se acerca al arenero con desconfianza. Sabe lo que soy, por eso duda. Entonces le guiño un ojo y sonríe. Se agacha y toma un puñado de arena, me enfrenta en mi último desafío. Él dispara primero, sin suerte. Yo le doy en el hombro y vuelvo a recargar. Mientras junto la arena, una bola me pega en la cabeza. Me enderezo para responder cuando escucho el grito: es ella. Arranca a su hijo del arenero entre quejas y reproches. Le comento mis recuerdos de batallas y risas, pero eso no la contiene. Se marcha, llevándose a mi amigo. Desilusionado, la veo alejándose de mi memoria; el rostro, los movimientos, la voz, son sólo un espejismo.

Me arrellano en el banco esperando el final. Los niños sin remera me observan, divertidos. Me identifico con su alegría y también sonrío.

Aunque el tiempo se agote, separándome de ella, aunque la pesadez de mi cuerpo me impida jugar como antes, esta es mi plaza, mi niñez.

—Lo que existe en este lugar —Digo—, deben llevarlo toda la vida como un tesoro —señalo mi sien—, aquí.

Los niños sin remera me devuelven la sonrisa, luego corren hasta que los pierdo de vista detrás de unos ligustros. No importa. Su felicidad me convence de que entendieron el mensaje.

Veo que la mujer se aleja sin mirar hacia atrás. Creo recordar que su hijo me saludó mientras ella lo tironeaba del brazo, pero eso ocurrió en un país distante, al otro lado de los canteros.

Mis manos se ponen blancas, casi transparentes. Me desvanezco lentamente con la llegada del atardecer, abriendo los ojos en la bañera de la pensión.

Me arden las muñecas pero no hay dolor,
sólo una sensación de tranquilidad que se estira por el cuerpo. Pienso en el fuego de mi niñez y el ardor que me causa su recuerdo, fue la razón que mantuvo encendida mi vida de ceniza. Sonrío por última vez, convencido de que este calor no proviene del agua tibia.

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