Magoya 1.0

Poco se sabe del nacimiento de Heberto Segovia Magoya, y, también, poco se conoce de su aparente inmortalidad y del comienzo de su actividad humanitaria.
Corría el enfrentamiento entre Arlt y Borges, Florida y Boedo, expresión o rebelión, y Magoya nació en un caserón del Abasto. Vino al mundo en silencio, sólo roto por las nalgadas que le dio la partera y su llanto, posterior, acongojado. Descendiente de inmigrantes y exitosos militares de la campaña al desierto, Magoya no heredó ni el fervor castrense ni el amor por los viajes: se inclinó por las humanidades y, lejos de ser un reconocido politólogo, psicopedagogo o socialdemócrata, se hundió de lleno en la contención de los desvalidos. Por eso se lo suele asociar con el espíritu indomable de los ranqueles, por el detalle de su piel oscura, heredada, se dice, junto con la intrepidez del malón y la habilidad con la tacuara.
Algunos dicen que aprendió a mentir jugando al truco de Roberto, otros comentan que pasaba sus tardes jugando al ajedrez con Jorge Luis y Adolfo Bioy. Lo cierto es que, siempre, se mantuvo al margen de los conflictos entre sus amistades. Lo suyo era la ayuda, el consejo, la avivada; para él guerrear era cosa de tiempos ya perdidos. De ahí que se lo considere manso y buen compañero a pesar de que muchos, sobre todo ciertos historiadores relacionados con el establishment, lo retratasen como afeminado quizás para justificar costumbres propias. Tal argumento sucumbe ante la atemporalidad de Magoya, que sólo puede explicarse por una, larga, sucesión de hijos varones.
Sus aventuras, al menos de las que se tiene registro, comenzaron en un potrero de San Cristóbal donde veía jugar a futuras estrellas del fútbol local. Allí, Magoya aconsejaba a sus amigos en aspectos técnicos y tácticos del balón pie. También hacía un gran trabajo solidario siendo terminante con los bufones de la pelota, esos tipos que no coordinaban una pierna con la otra ni siquiera para caminar y a quienes les gritaba: ¡Muertos, vayan a hombrear bolsas al puerto!
Se comenta que, de haberlo deseado, Magoya hubiese sido una gran estrella deportiva: afirman que tenía una zurda endiablada con la que daba pases milimétricos y convertía golazos. Según sus biógrafos, Magoya era derecho de nacimiento, lo que da una idea de su habilidad futbolística: se decía que jugaba con la zurda para no desequilibrar el partido.
Por aquella época, cuando algún delantero erraba un gol, empezó a escucharse:
-¡Andá a pedirle consejo a Magoya!
Se lo pintó como gambeteador suspicaz y definidor misantrópico. Sus consejos ganaron adeptos en toda la ciudad y quiénes lo escuchaban venían de tan lejos como Pompeya y, aún más allá, desde la inundación. Considerado como un hombre rápido para el puntinazo, se le adjudican mil cuatrocientos veintiocho goles y trescientos cincuenta y dos tiros en los palos. Se comenta que sólo chutaba cuando el gol era seguro, de lo contrario la devolvía con un toque sutil o tiraba centros combados. Según sus biógrafos Magoya hizo todo esto en pantalones largos, porque él siempre juró y perjuró que jamás se calzó unos cortos y, mucho menos, jugó ningún partido de fútbol.

El reconocimiento de Magoya se masificó en el colegio secundario. Sus mentados consejos futbolísticos se fueron mechando con conocimientos de geografía, matemática y, especialmente, educación cívica. Gran orador al estilo Grecia Antigua, convencía a todos con sus bolazos. Por eso jamás se llevó una materia, tal vez por su rostro aniñado, su buena disposición al estudio o de puro chamullero.
Sus compañeros se peleaban por pedirle consejo. Para ellos, Magoya lo sabía todo: el ángulo de inclinación en que había que arrojar las figuritas en la clásica tapadita; las palabras y el tono para seducir a una pebeta; el tranco de salto (representado en decímetros) necesario para vencer en una carrera de embolsados; todos los ríos navegables de América del Sur; y hasta el modo de pedir un caramelo sin parecer un maleducado.
Así, consejo a consejo, se fue agigantando su figura de juez y, al mismo tiempo, consejero de los desamparados, ridículos y estafados. Se cuenta que Magoya tenía un compañero inseparable llamado Domingo Fausta, enamorado de un porteñita muy bonita que solía salir a ver la luna a medianoche de mitad de mes. Domingo, desesperado, acudía con una banda de músicos dispuesto a dedicarle una serenata. Pero el joven tenía tal miedo al ridículo que no se atrevía a una nota, amparándose en el mutismo de la oscuridad. Cierto día, cansados de madrugar al divino pepe, los músicos de Domingo le aconsejaron que acudiese a Magoya.
-De seguro él le va a poder decir si usted desafinaba o no, compadre.
Así, comentan algunos biógrafos, surgió el famosísimo dicho: andá a cantarle a Magoya.

Luego de recibirse con todos los honores en la secundaria, Magoya se enroló en las interminables filas del proletariado argentino. Trabajador esforzado, orgulloso, responsable.
Por su color de piel lo llamaban cabecita, en tono despectivo. Pero el porteño ha sido siempre un mal parido, motivo por el que Magoya ahorró la trompada que, ante esos insultos, le nacía en la mano izquierda (pegaba con la zurda para compensar las deficiencias pugilísticas de los rivales).
Su primer y único trabajo convencional comenzó en una antigua firma contable (de carácter familiar), donde cumplía un horario eterno acosado por tareas también eternas. Su perfil era humilde, en aquellos tiempos no existían los subsidios ni los planes laburantia, sólo había puchero y trabajo, un techo y el calor de la estufa. Eso le bastaba para la felicidad.
Magoya fue contratado como empleaducho, aunque en la teoría se desempeñara como cadete: recorría las calles apresuradamente, casi atropellado por colectivos y tranvías, atravesaba masacotes de gente, pagaba las cuentas ajenas, las deudas, los créditos, los débitos, hacía favores y más favores, corría, se agachaba, se colaba y seguía corriendo. Convertido en el trabajador orquesta, Magoya era subestimado por sus compañeros (a quienes aconsejaba y escuchaba cantar), quienes exclamaban una y otra vez:
-¡Qué lo haga Magoya!
Los días pasaban volando y Magoya los transitaba agotado, sin quejarse. Ya desde entonces su deber lo obligaba a servir a los demás, como la semilla de lo que sería su futuro trabajo: ser muleta de los inservibles.

-¡Qué lo haga Magoya!
Y el pobre Magoya acudía raudo, transpirado, agotado, encumbrado, saturado. En un santiamén hacía lo que debía y desaparecía tras otro mandado miserable. Condenado a una existencia similar a la esclavitud, una servidumbre contemporánea ineludible, la juventud de Magoya pasó atada al abuso del empleador, dejándole una enseñanza importante: la inexperiencia es la vanguardia del maltrato.
Durante esos años de sumisión surgió su proyecto de vida, su anhelo, su finalidad: sería auxilio y consuelo para los oprimidos, los giles, los engañados; atendería a los pobres gratuitamente, siguiendo los pasos de su idolatrado Alfredo L.

Sucedió una tufosa noche de Buenos Aires, en enero: el sudor cubría su lecho, él se revolvía sin alcanzar el sueño mientras ella (la cama) permanecía inmóvil. Él y ella se revolcaron uno sobre el otro hasta que por fin, él, cubierto de sudor, gritó:
-No me banco más sin ventilador de techo.
Y ése fue el catalizador que necesitaba su vocación: Magoya y su sueldo no podían darse el lujo de un ventilador. Sí podían abrir la ventana, comprar espirales y, ahorrando un poco y comiendo menos, hasta comprar un mosquitero. Pero ventilador, no señor.
Esa noche el calor inflamó tanto su temperamento que lo obligó a tomar conciencia de su pobreza, apuñalándolo con sus deseos insatisfechos.
Esperó a la madrugada, agobiado y sin dormir, y, mientras se vestía para ir a la oficina de la firma contable (de carácter familiar), dijo:
-Yo los ayudé todos estos años; los ayudé pensando que iban a entender tarde o temprano, pero no. Y ya no nos queda tiempo, deben entender hoy o morir en la ignorancia.

Llegó como todas las mañanas, el saco manchado con mostaza, la camisa gastada, la misma corbata vieja; llegó y revoleó los papeles de su escritorio. Agarró el sillín que tenía por asiento y se paró encima. Alguien pensó en Lenin pero no dijo nada, por miedo a los servicios.
-Camaradas -carraspeó-, es el momento de unirnos en una gesta de consecuencias terribles, una campaña de libertad que doblegará a los poderosos y traerá igualdad al género humano. Piensen camaradas, piensen en un mañana sin empresarios tacaños, sin secretarias de bisagra aceitada, sin compañeros convenientes, sin publicidad inducida, sin televisión basura, sin colectivos contaminantes, ni leyes injustas, ni delincuentes, ni políticos, ni abogados, ni colesterol, un mañana sin…
Magoya cayó atontado del sillín, algo había impactado en su cabeza. Los empleados, café en mano, siguieron la trayectoria del proyectil y descubrieron al dueño de la firma contable (de carácter familiar), parado en la puerta de su cubículo. Magoya se puso de pie, el ojo cerrado por el impacto y sangre azul, la tinta de una estilográfica, corriéndole por la mejilla. Miró a sus compañeros, expectante, convencido de la posible resonancia de su discurso.
-Un mañana sin políticos–. Dijo el joven administrativo que estudiaba periodismo.
-Un futuro sin empresarios tacaños–. Dijo el empleado más antiguo.
-Sin colesterol–. Dijo la amante secretaria.
-Sin colectiveros groseros–. Dijo la vieja coqueta.
-Sin abogados-. Dijo ambiciosamente el escribano.
-Escuchen -habló Magoya-, podemos crear un mundo diferente, un mundo donde…
-¡Seguridad! ¡Policía!–. Gritó el dueño.
-… que la codicia y la maldad desaparezcan de…
-¡Por Dios! ¿Es qué nadie va a callarlo?
-… la raza humana, debemos creer en nuestros ideales, que nos legaron los…
Algunos obsecuentes tomaron a Magoya de los brazos, propinándole algunos golpes en el rostro, y, empujándolo, lo sacaron de la oficina. El resto de los empleados, café en mano, se quedó mirando la escena mientras el griterío seguía en el pasillo. Se escuchó que alguien había accionado el ascensor.
-… Los patriotas… Los ideales que supimos conseguir…

Abrumado por sus compañeros, sometido, magullado, entorpecido, Magoya gritó:
-¿Quién está conmigo?
Fue lo último que dijo, alguien le pegó en los dientes provocándole un desmayo. Pero ya estaba lanzado el guante, y aquella súplica sería el primer mensaje de quien sería conocido como el Capo de Catán: un grito de rebelión.
El ordenanza adelantó un pie hacia el pasillo, ya se oía llegar el ascensor, adelantó el otro pie; era el proletariado liberándose, cortando las cadenas, pensando en el futuro. Pero de entre la muchedumbre de empleados (cafés en mano) inquirió una voz:
-¿A dónde cree que va Juárez?
-Che, el pibe tiene razón. Además fue siempre muy gauchito, no da que lo dejemos solo.
-Vuelva acá, no sea pelotudo.
La voz de la practicidad capitalista había hablado. Y el proletariado dudó, se detuvo a pensar en la cuota del colegio de las nenas, la pilcha, los timbos, el vermú del cholo y las tardes de café. Y decidió que no sería la revolución entonces, ni nunca.

Magoya fue sacado del edificio. Sus compañeros convenientes lo revolearon inconsciente sobre unas bolsas de basura y, en verdad, casi se cumple el sueño del dueño de la firma contable (de carácter familiar), porque los operarios del camión no lo vieron hasta que el pobre Magoya se quejó dolorido. Entonces lo sacaron de la compactadora, lo ayudaron a recuperarse y lo llevaron a un hospital donde terminó por recuperase de la paliza.
Ya fuera del hospital, comentan que Magoya encendió su primer cigarrillo y contempló el límpido cielo de una Buenos Aires veraniega sabiendo que había encontrado su verdadero destino. Fue así como el idealista, el soñador, el paladín de los tontos, los desvalidos y los abandonados, desapareció en la inmensidad de la urbe, para siempre, esperando por el llamado del pueblo que lo reclamaría para solucionarle todos sus problemas.


*(Anexo I) Se dice que el dueño de la firma contable (de carácter familiar) sojuzgó con mano férrea a los empleados luego del despido de Magoya. Se dice que nunca hubo otro cadete que hiciese todo por todos, y que los empleados (cafés en mano) tuvieron que empezar a trabajar.
Un día, el dueño llegó y encontró la oficina vacía: los empleados se habían llevado hasta los saquitos de té usados. Sólo vio a su amante secretaria, escribiendo a máquina torpemente.
-¿Qué pasó con los empleados querida?
La mujer lo miró con ojos seductores, no sabía hacer mucho más que eso.
-Renunciaron todos, gordito.
-¿Qué?
-Que se fueron todos, papito.
-¿Y eso por qué? ¿Cómo puede ser?
Ella lo miró, deseaba algo y quería que él se diese cuenta, algo que el jefe no supo o no pudo interpretar. En un último y desesperado recurso apretó sus labios carnosos para que el brillo del labial lo encegueciera y dijo:
-Andá a reclamarle a Magoya, cucurucho.
Nuestro paladín jamás auxilió al dueño de la firma contable (de carácter familiar); recordaba demasiado bien las noches de sudor, los eneros sin ventilador, los abusos de la patronal.
Finalmente la empresa se fundió, saturada de trabajo sin nadie para despacharlo. La amante secretaria se consiguió otra cama y otro patrón y el antiguo dueño, devenido en indigente, se pegó un tiro para terminar con su dolor.
Uno solo, de puro amarrete.


*(Anexo II) De las aventuras de Magoya se ha escrito mucho, demasiado tal vez. Una buena cantidad de lugares comunes nacieron de sus andanzas y, sin embargo, nunca nadie pudo decir:
-¡Que la revolución la haga Magoya!
Porque él lo intentó, pero nadie quiso seguirlo.

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