15-04-2010

Hoy vi a un hombre vencido, y me jodió en las pelotas.

Volvía a casa en subte, después de un partido de fuchibol. El vagón se iban llenando mientras dejábamos atrás estación por estación. Entonces subió un viejito con un maletín. No le dí más importancia, a pesar de mi curiosidad insoportable de la que soy dueño: Suelo prestar más atención a las conversaciones que a las fisonomías.

El viaje continuó y yo seguí escuchando, como voyeurista impune que soy, las voces y las vidas de los demás, mientras el viejito seguía también ahí, apoyado contra la puerta del vagón, mirando el piso con una fijeza, sin alzar la vista más allá de nuestros zapatos.

Dos estaciones antes de bajarme me sorprendí mirándole la cara, y ahí lo entendí. Tenía algún tipo de problema en su nariz, que parecía de chancho. Y no estoy exagerando; la nariz se le ensanchaba con granos, dándole una forma horrenda.

Pensé: ¿Qué clase de hijaputez convirtió a este viejo en lo que veo, ahora, que ni siquiera puede mirarme a los ojos a mí, ni a nadie? ¿Quién habrá sido tan pendejo y tan sorete, quizá tan gastador como fui yo de pendejo, que lo habrá cargado por su nariz de chancho hasta mutilarle el alma? ¿Cómo alguien puede ser capaz de marcar a otro de forma tan angustiante, tan aterradora?

No sé bien qué pasó entonces. Creo que me estoy haciendo viejo y lo que antes me resbalaba por la piel ahora se me mete bien adentro, llenándome de culpas y de odios: Me acordé de alguna manganeta sobre uno de mis rivales de la primaria, o de las gestas ridículas contra la tontera que luché (luchar es un decir) durante mi pre-adolescencia. Y también recordé todas las palabras hirientes que dije, todas las bromas pesadas que gasté, todas las veces que tildé a alguien de mogólico/deformado/anormal/estúpido/feo/bobo/mutante/inútil/retardado/y tantos otros etcéteras.

Enseguida ardió un caldero de broncas en mi estómago y pensé: ¿A cuántos habré lastimado, sin medir las consecuencias? ¿A cuántos habré dejado medio muertos de vergüenza? ¿Cuán hijo de puta habré sido, sin saberlo, sin siquiera cuestionármelo por un segundo?

El subte llegó a mi estación y me acerqué a la puerta para bajarme. No lo hice porque quisiera, sino porque tenía que hacerlo. Tenía al viejito a mi derecha, mirando el piso, pero entonces yo no podía mirarlo a los ojos. Sólo podía mirarme los pies.

Sucedió en ese segundo largo cuando el tren detiene su avance, un instante que, por su significancia, se estiró hasta el infinito y se repetiría en mi cabeza miles, millones de veces. Le apoyé una mano en el hombro y, lentamente, levanté la vista. Encontré sus ojos fijos en los míos. Asentí, no sabía que más hacer. Sus ojos, pesados, grises, se hundían a una profundidad que daba miedo. Entonces el viejito me sonrió, con una paz que no puedo explicar. A través de aquella sonrisa sentí, o quise sentir que otros, muchos otros, me perdonaban. Pero también, aquella sonrisa de un segundo largo, que apenas percibí antes de dar el paso que me sacó del vagón, liberó otras cosas en mi interior.

Me acuerdo que me quedé mirándolo, mientras se alejaba la formación. Nos veíamos a través de los vidrios, como despidiéndonos. Y lloré cuando el último vagón se perdió en la oscuridad del túnel. Lloré por mis propias oscuridades, con un llanto casi imperceptible.

Me acuerdo que me senté en un banco de la estación, mirándome los pies, preguntándome cómo puede vivir un hombre que no mira, porque considera que no debe, porque no se atreve, por encima del tobillo, mientras al mismo tiempo veía pasar una infinidad de zapatos que bajaban del o los trenes que llegaron después.

No sé cuánto tiempo estuve ahí. Tampoco importa. En algún momento logré levantarme del banco e irme. Me fui sabiendo que iba a contar la historia del hombre vencido que vi, y que me jodió las pelotas, y de qué forma su mudo sufrimiento tocó algo en mí, algo que parecía muerto o anestesiado. Necesitaba escribirlo, sacármelo de adentro, enviarlo hacia algún lugar para que alguien lo lea o lo escuche, para convencerme de que no estoy loco, ni muerto, ni soy un hijo de puta.

No sé, no estoy seguro. Pero en esa última sonrisa antes de que se fuera el tren, ahí, sentí que recibía la redención.

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