30-05-2011

Desperté en el interior de uan estructura metálica, al parecer cerrada y enorme, aunque no exactamente una jaula. Era un lugar muy incómodo, pero tenía cierta libertad de movimientos, libertad que me obligaba a retorcerme entre los barrotes de una compleja maraña y que en definitiva no parecía conducir a ninguna parte.

El hambre no me permitió dejarme morir en una especie de abandono pacífico. Lleno de rabia y desesperación final, me lancé contra uno de los barrotes de hierro, tratando de destrozarme la cabeza.

Pasó largo tiempo, equivalente a la convalescencia de uan enfermedad. Dominaba una tristeza monótona, la melancolía diaria y constante, el silencio. No hacíamos nada, sino esperar; el hombre que estaba conmigo esperaba sin ansiedad, sin exigencia. Mi espera era torturada a veces, y a veces resignada, aunque era difícil la resignación en aquel lugar donde la repugnancia era permanente.
-¿Y los otros? .pregunté un día.
-No hay otros -respondió él.
Me sentí punzado por la urgencia. Ese hombre estaba perdiendo el tiempo conmigo, este ser despreciable, en un lugar inmundo. Me mordí los labios, y sentí que algo comenzaba a retorcerse, a enroscarse dentro de mí.

Ese breve diálogo me obligó a salir, poco a poco, de la melancolía. En principio, obligado por la constancia muda del hombre de la sotana, por ese atestiguamiento sin reproches, por esa silenciosa paciencia; después, un cierto entusiasmo por mí mismo. Algo debía de haber en mí para que ese hombre estuviera a mí lado y me esperara.
¿Por qué no creerlo?

Mario Levrero, La novela geométrica.


¿Nunca te sentiste así, como dominado por una voluntad oscura? Yo sí.

Un día me caí del pedestal, y dolió como la concha de tu madre. Te juro. Fue una caída estrepitosa, que casi me parte en dos. Claro que no podés entender eso de que me caí, ¿cómo podrías, sin estar en mi cabeza?

Es que yo creía en algo con todas mis fuerzas, ¿sabés? Era un sentimiento muy irracional, relacionado más con la fe, que me mantenía a tiro de lo que quería hacer: escribir.
Y resultó que el castillito de arena se derrumbó y [citando a Conejo: el mundo necesita sonreír] vos no estabas, hija de puta. Y cuando me refiero a vos, como fémina, como mujer, estoy hablando de vos, felicidad.

[ACOTO: se había ido a la concha de su madre. Pero es justo, viejo, que la vida rosa te aplasta el cerebro y te agrieta la escritura. De vez en cuando hay que pasar temblorones para saber (bien)pararse].


Ya conté mil-millón-veces el ascenso y caída de Martincito el escritor, digo, del que se creía un escritor. Ahora soy otro, que sabe un poco más de lo que vivió, que defiende lo que tiene, y que busca lo que quiere.

[ACOTO: puro onanismo egocéntrico].


Por esas cosas de la vida, se me ocurrió hacer un racconto, que no tiene mucho que ver (o sí) con lo que cito más arriba.
Capaz que necesito reafirmarme en esto que decidí. Capaz que necesito verme plasmado en historias, es decir, en cantidad de historias publicadas.

No sé, tampoco creo que importe ahora.

Quizá debería concentrar mis agradecimientos a los re-mil-hijos-de-puta que me la hicieron imposible, en aquellos tiempos de ceniza y patios enrejados. Y, sí, casi que estoy seguro de que mis esfuerzos están más relacionados con lo que sufrí con esos cornudos, antes que con cualquier ambición o afinidad literaria.

Gracias por leerme y publicarme.

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