28-02-2012

Llueve. El cielo se pegotea entre los edificios como un lodo gris. Las gotas caen pesadamente reventando contra el suelo. Así, la ciudad muestra su fealdad. Su semblante original que desea esconder con palabras como Shakespeare, Europa y Metropolitana. Esa jeta que a veces aflora entre colchones mojados, basura no recogida y mierda de perro, que ahora se esconde detrás de cartelitos amarillos.

Esta ciudad, mi ciudad, repleta de pozos y baldosas sueltas, de puertas tapiadas con cemento, de bares que ya no sirven café, y, claro, de bicisendas y locales exclusivos, también es habitada por exiliados del confort que viven sepultados bajo cartones y plásticos. Son inmigrantes de otro tiempo que la propia ciudad desea expulsar -hacia el campo o hacia cualquier otro lado, hacia el espacio exterior de ser necesario- para que nadie los vea y pueda o sepa asociarlos con ella, la querida Reina del Plata.

Sigue lloviendo mientras camino hacia el trabajo. Me acompañan otros con destino incierto, peatones-esclavos bajo un cielo color topo. Oigo como destilan mierda dos que caminan junto a mí. Vamos por la misma vereda, en más de un sentido lo digo, pero ellos parecen no darse cuenta. Hablan de vagancia, de impuestos malogrados, de asignaciones pagadas al ocio. Afirman que los están robando, a ellos, que les están rifando el futuro, a ellos, si hasta dicen que les meten la mano en el bolsillo.

Supongo que si defienden tanto su dinero es porque se lo habrán ganado siendo geniales en algún trabajo, pienso.

No sé dónde trabajan. Nunca estuve ni cerca de un lugar así.

Llego a la oficina y el tiempo se desmaya. Y con él se adormecen los buenos pensamientos. La vida de oficinista adopta formas geométricas que no comprendo o, peor, que comprendo y manejo bien, pero que me desagradan.

El día se va en un pestañeo, ya estoy bajo el cielo gris de nuevo.

En algún lado hay sol pero no lo puedo ver, pienso.

Camino entre los amagues de la lluvia hasta que en una esquina chocó con un tumulto de gente. Ahí empieza la cámara lenta: Hay un pibe esposado en el piso. Un montón de curiosos. Dos oficiales de la metropolitana.

El pibe llora. No debe tener 12 años. Se huele miedo en su llanto.

Me paro. No entiendo el tumulto y quiero preguntar qué pasa. Conozco a varios de los curiosos, trabajan en el banco conmigo.

Un anónimo sugiere: dale, aprovechá que es chico. Otro le pregunta dónde vivís, como si fuese una una cargada.

Algo en mi interior se enciende y me silencia. Ahora sé qué pasa y no me gusta. 

Vive en el Four Seasons, pienso.

Un tercer anónimo, envalentonado por imbecilidades ajenas, arriesga una revolucionaria hipótesis sobre control de natalidad: a estos hay que matarlos ahora, así no joden después.

Me doy vuelta y lo miro. Intento no decir nada pero es inútil. Cuando estoy enojado mis ojos me mandan al frente.

El anónimo me esquiva y mira al piso.

¿Quién carajo te creés que sos, mala entraña? Si acá adentro no hay uno que trabaje lo que tiene que trabajar, que no afane resmas de papel, tijeras, mouses. No hay uno que cumpla su trabajo a consciencia y que no pretenda empomarse a la primer damisela que enganche en el ascensor.

Lo pienso todo, pero apenas suelto un: pobre pibe.

Y me voy.

Me hubiese gustado cerrar con un:

-Sigan disfrutando del espectáculo, sorongos, pero a los payasos no los esperen. Ya están acá. Son ustedes.

Y después, sí, mandarlos a las conchas de sus madres.



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